La desinformación puede definirse como la difusión intencionada de información no rigurosa que busca minar la confianza pública, distorsionar los hechos, transmitir una determinada forma de percibir la realidad y explotar vulnerabilidades con el objetivo de desestabilizar. Y ya no estamos hablando de filosofía; estamos hablando de obtener ventajas políticas, de minar los valores democráticos, de extender una nueva narrativa para, en definitiva, cambiar nuestra realidad.
Aun cuando resulta difícil cuantificar la influencia de una campaña de desinformación, lo que sí resulta evidente es su poder corrosivo a medio y largo plazo.
La propia naturaleza cambiante de la desinformación, las dificultades de su identificación como amenaza, su trazabilidad y la determinación de la autoría, unido todo ello a la legítima sensibilidad democrática respecto de eventuales limitaciones de los derechos y libertades fundamentales, obligan a los responsables de la toma de decisiones a extremar la prudencia a la hora de actuar.
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